lunes, 27 de octubre de 2008

El camino

Era un simple hombre, no tenía motivos para cuestionar o querer cambiar el rumbo de mi vida. Vivía, o creía hacerlo, bajo un aura de felicidad que me protegía de lo que yo no quería ver o sentir. Pero un día, esa brisa de alegre irrealidad desapareció… Toda esa felicidad se transformó en múltiples dudas, que poco a poco, terminaron por vaciar mi vida. Por eso decidí salir a caminar, en busca de la tranquilidad que había perdido.
Llevaba tan sólo lo puesto: un pantalón, una camisa y un abrigo; no quería cargar con un peso adicional al de mi mente.
Era un hombre solitario, no tenía amigos, y no tenía recuerdos de mi familia. Salí de mi casa. Ya era de noche, cuando los habitantes de la ciudad dejaron sus automóviles y se metieron en sus mecánicas casas, para iniciar su frágil letargo, su corta visita al mundo de los sueños; al otro día, recomenzarían sus monótonas rutinas.
Las calles estaban vacías, sólo se oían mis pasos, que hacían crepitar las hojas secas del otoño, como una cálida hoguera en la estufa-hogar de una casa, en invierno. La brisa fresca era apacible, refrescaba los opacos razonamientos de mi mente. A unas cuadras de distancia, vi a una pequeña niña que saltaba por el parque delante del porche de su casa, que era completamente igual al resto de las casas del barrio, o de la ciudad entera.
-¿Qué haces tan tarde afuera?
-Anhelaba el aroma de las flores en mi habitación, - me mostró una especie de linterna – así que salí a recolectarlas, pero no he encontrado ninguna todavía ¿Puedo acompañarlo en su caminata?
Se oyó una voz que emanaba desde el interior de la cálidamente iluminada casa. Entonces tuvo que entrar.
Seguí mi camino, y cuando ya había recorrido unos metros, casi una cuadra, me detuve al oír unos pasos. Era la niña, que me traía un papel doblado y una golosina. Después regresó a su Hogar.
Ya era la medianoche según un reloj que estaba incrustado en una pared. El rocío me humedecía la cara, y me senté en un banco de una plaza, saqué un libro, y me puse a leer bajo la tenue luz de una vieja farola.
Desperté al día siguiente, y a mi lado vi un anciano de aspecto sabio y bondadoso. Leía el diario y, al verme, me entregó mi libro, que se había caído al suelo la noche anterior. Le agradecí, y lo guardé en el bolsillo interior de mi sobretodo.
-¿Qué hace un hombre como usted, durmiendo en una plaza?
-Salí a caminar anoche y me quedé dormido aquí. Necesitaba pensar y buscar algún orden a mis pensamientos inconclusos.
-Me recuerda a mí cuando era joven.
Emitió una risa con un dejo de tristeza.
-Salí a buscar respuestas, como usted, pero no estoy seguro de que me hayan sido útiles.
Se levantó y se despidió de mí, deseándome suerte.
Sentí hambre, y tomé un trozo del chocolate que me había dado la pequeña. Percibí el sabor a cacao y canela. Me hizo recordar mis tiempos de juventud, cuando el chocolate era chocolate de verdad. Una especie de melancolía invadío mi cuerpo, y me recorrió hasta helarme.
Ya estaba anocheciendo, por lo que reemprendí mi marcha. Pasé por una casa en al que había un viejo cuarteto de música, que me atrajo, y me dejó en trance, no sé cuánto tiempo. Llegué a las afueras de la ciudad y me senté junto a un árbol que, solitario, se alzaba sobre una colina desde la que se veía toda la ciudad.
Comí otro pedazo de chocolate. Me dormí en la sombra del árbol, y desperté ya entrada la noche. No sabía adónde me dirigía; lo único que sabía era que esperaba volver a la ciudad en un estado de paz interior.
Comencé mi marcha hacia el amanecer, dubitativo de si realmente volvería a la civilización. Al comenzar mi camino, recordé a la niña, al anciano y al grupo de músicos, y me invadió una inexplicable felicidad, mezcla de melancolía y gratitud.
Vi por primera vez, el dibujo que me había dado la niña, y me despedí de ellos para mis adentros.
-¡Adiós, amigos!

Seudónimo: Pop San
Categoría: Tema libre
Nivel: "C" Polimodal

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