domingo, 26 de octubre de 2008

El Gran Árbol de las Montañas del Sur

Había una vez, en una época inmemorial, una joven llamada Jesica. La joven era muy aventurera, por lo que le gustaba mucho viajar a distintos lugares. Acababa de salir de un gran desierto, el Desierto de los Mil y Un Escorpiones, cuando encontró, por casualidad, un pequeño pueblo llamado Las Montañas del Sur. Para su suerte lo encontró, pues si se hubiera quedado más tiempo en el desierto, hubiera muerto. Como su nombre lo indicaba, Las Montañas del Sur era un pueblo construido sobre montañas, rodeado de escaleras que parecían llevar todas al mismo lugar. Jesica se sentó sobre una de ellas, pues estaba muy cansada por el viaje, y, para su sorpresa, la escalera comenzó a moverse. La joven se quedó quieta mirando todo a su alrededor: había grandes edificio blancos sin ventanas alrededor de las montañas; y la gente era rubia y alta con trajes azules y extremidades alargadas, que pasaban por otras escaleras sin prestarle atención. Jesica no les habló, tenía la garganta seca por el viaje.
A medida que la escalera se movía, la joven comenzó a ver un gran árbol. Éste, seco y sin flores ni hojas, era más grande que las montañas, y sus raíces gruesas y grandes se aferraban a éstas y al suelo, mientras que las raíces delgadas se enroscaban en el propio árbol. Sin embargo, lo que le llamó más la atención a la joven fue que la planta estaba encadenada con cadenas de plata. Pero cuando estuvo más cerca, la joven se dio cuenta lo que en realidad era: era un gran árbol que servía de palacio. Se notaba por adornos de oro sobre el tronco, con formas de animales y personas, como si representara las historias de ese pueblo en sus dibujos.
Cada vez más se acercaba Jesica al gran palacio, pensando quién gobernaría allí. Había conocido a mucha gente en sus viajes, y muchos le habían hablado de ese lugar. Por eso, a la joven le daba curiosidad saber quién viviría en tan enorme palacio construido dentro de un árbol.
Cuando Jesica llegó hasta el final del camino, se encontró con una gran puerta de oro, custodiada por tres guardias.
-¿Quién eres? ¿Qué quieres aquí?- preguntó uno de los guardias. Parecía que la gente de allí era toda igual, pues éstos vigilantes tenían también el cabello rubio y trajes azules, como las otras personas que había visto antes Jesica.
- Soy Jesica - respondió la joven– he venido desde muy lejos, desde el Desierto de los Mil y Un Escorpiones, y he llegado aquí con el fin de quedarme un tiempo para reponer fuerzas y después poder seguir mi viaje.
- Entiendo – dijo otro de los guardias -. Esta bien, pero síguenos y no toques nada.
La joven asintió con la cabeza y los guardias la llevaron por el Gran Árbol hasta llegar al trono del Rey. La cantidad de artefactos de oro extravagantes dentro del palacio era impresionante. Jesica miró todos los que pudo con mucha atención, pero, como había tantos y los vigilantes caminaban rápido, no logró ver tantos como ella hubiera querido.
Al llegar al trono del Rey, los guardias le explicaron a éste la situación de la joven. Cuando terminaron de hablar los guardias, Jesica, que hasta el momento estaba distraída en otra cosa, miró al Rey: era igual que los otros habitantes; pero éste, que parecía ser unos pocos años mayor que la joven, al mirarla, se enamoró en el acto de ella. Durante un rato, los dos jóvenes estuvieron hablando acerca de la estadía de la joven, mientras los guardias vigilaban todo. Después de un tiempo, los dos llegaron a un acuerdo: Jesica se quedaría en el palacio, y, pasado un año, depende si los dos querían, la joven y el Rey se casarían. Pero, todos los días, antes de las doce de la noche, la joven debía irse a dormir a un edificio vecino, sin preguntar el porqué de esta rara costumbre del Rey.
A Jesica no le importaba, ella quería de todos modos al joven rey, y no le importaba tener que irse a dormir a otro lugar por él. Pero cada día que pasaba la joven notaba algo extraño en el Rey; además, le cansaba hacer esto todos los días, su paciencia tenía límites.
Y esos límites fueron excedidos tres meses después, cuando, una noche, la joven estaba demasiado cansada para irse del palacio y su curiosidad le ganó a la paciencia. Esa noche, Jesica se escondió en un ropero cerca de la sala central del palacio para resolver de una vez por todas el misterio que el Rey escondía. A las doce de la noche, apareció en la sala central el Rey, junto con un joven de la misma edad de Jesica, que tenía atadas las manos con pequeñas raíces del árbol. El Rey comenzó a murmurar unas palabras inintendibles para el oído humano, y, en el acto, apareció una gran raíz del árbol que aprisionó al joven que acompañaba al Rey como si fuese una boa constrictora. Jesica, que hasta el momento había estado observando todo por la puerta entreabierta del ropero, se preocupó mucho por el joven atrapado entre las raíces y recordó que una vez una persona le había dicho que hace mucho tiempo, en unas montañas, un pueblo que vivía allí había sido conquistado por un joven hechicero que podía controlar un gran árbol que crecía en ese lugar, pero que para que el joven pudiera gobernar sin que el árbol se rebelara y lo matara, el hechicero le puso cadenas mágicas y por las dudas de que el árbol las rompiera, cada noche hacía un sacrificio como muestra de respeto, y a parte para que el pueblo no se rebelara. Jesica creía que era solo una historia, pero ahora parecía tener todo sentido. Con un impulso de valentía, tomó una espada de una pared y fue corriendo hasta las ramas para liberar al joven. Una espada común se hubiera roto, pero esa era mágica, y rompió las raíces, liberando al muchacho, que aún seguía con vida.
- ¡Jesica! ¿Qué has hecho? - exclamó el Rey -. ¿no te das cuenta de que gracias a ti ahora el árbol se enojará?
- Si, lo sé, pero no me importa, pues al único que perjudicará será a ti.- replicó ésta.
Y así fue. Sin el sacrificio de todas las noches, el árbol se enfureció y rompió las cadenas. Sus ramas agarraron con violencia al hechicero y debido a este movimiento brusco, el árbol arrancó la piel falsa del brujo, dejando al descubierto la verdadera imagen de éste. Su rostro estaba desfigurado por el paso de los años, y en realidad no era joven, era un anciano de cabello color azabache y corto, de uñas largas y negras, con una sonrisa brillante, pero maligna a la vez.
Parecía que el brujo iba a atacar en cualquier momento, pero nada ocurría. Los dos jóvenes vieron como el hechicero se transformaba en ceniza y supieron que éste era el fin.
Y así, Jesica liberó al pueblo del malvado brujo, se casó con el joven que había salvado, y desde ese momento hasta ahora el Gran Árbol no a parado de florecer, sea la temporada que sea.

Seudónimo: Luna Pérez
Nivel: A
Categoría: De la imagen a la palabra

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