viernes, 17 de octubre de 2008

Ofuscación

Una parte de mi sí quería lastimarla, quería que ella conociese el dolor, tenerlo frente a frente, aunque sólo fuese un dolor físico, no como el que yo solía sentir. Un dolor interior que abarcaba todos mis sentidos, y los convertía en nulos. Que provocaba que no pudiese ser más que un costal de huesos sobre la cama, entregada en manos de hombres que creían saber más que yo sobre mi misma, y pretendían interpretar como funcionaba mi cerebro, cuando no estaban dentro mío, siquiera estaban cerca mío estando al lado.
Un dolor que me carcomía interiormente. Tan profundo que podía lentamente perforar cada órgano de mi cuerpo, dejando marcas. Y que luego, cuando creía ya no sentirlas, quizás porque me había acostumbrado a convivir con ellas, se derramaban por encima formol, conservando el dolor.
Una parte mía sí quería lastimarla porque ella me había lastimado, se había ganado mi confianza. En mi mente era alguien real, para mí y para el resto de los individuos. A diferencia de las demás personas en las que yo confiaba, a diferencia de las demás personas que yo conocía, a ella todos podían ver, ver y oír. Y eso era algo nuevo para mí.
Cuando la conocí, creí que era una señal, algo dentro mío me decía que Juana no me iba a abandonar. Juana Castejón, Juana Castejón. Nunca voy a intentar olvidar su nombre. Tiempo atrás al pronunciarlo me llenaban de paz, y hoy cuando lo pronuncio me llena de cólera, pero sin embargo lo sigo haciendo. Nunca pretendí escapar de lo que me hacía mal, nunca dejé que lo que me lastimaba muriera conmigo. El amor por mi misma tenía que ser más fuerte que el odio que los demás podían tener hacia mí, o al menos por rebelión, no iba a dejar que mentalmente me liquidaran.
Desde que nací, mi madre me había enseñado a creer en Dios. Yo siempre supe que para ella él no era más que un apoyo psicológico, algo desconocido que le daba esperanzas. Desconocerlo le daba seguridad, ya que a diferencia de los hombres que había conocido, él no podía lastimarla, o eso creía.
Poco a poco, quise confiar en Juana, quise contarle mi historia. Pensaba que ella me iba a ayudar a salir de allí, creía que ella me creía cuando conversábamos. Consideraba que me tenía el aprecio que yo le tenía. Creía ser alguien un su vida, algo más que un paciente. Porque para ellos eso éramos, un ‘algo’, un ‘algo’ por los que tenían la obligación de velar ya que simplemente era su oficio, a lo que solo le encontraban un sentido económico.
Una parte de mí sí quería lastimarla. Ese porcentaje no era tan pequeño, aquel deseo no estaba ocultado muy profundamente, quizás un poco menos de lo necesario para estar en mis cabales. En el momento, fue lo que me dicto el cuerpo. Juana me había mentido, así que no iba a creerle que le interesara que yo siguiese con vida, no quise creerme que me interesara que ella siguiese con vida. Y pudiendo haberla matado, como ella mató una parte de mí, simplemente la golpeé, pero cuando cayó inconsciente sobre el suelo, imaginé que la había asesinado, simplemente para sentirme satisfecha conmigo misma.
Desde que desperté en aquel sitio, donde me encontraba aun más sola que hace unas horas, con sólo el cadáver de mi mamá a mi lado, protegiéndome, no emití palabra alguna. Francamente quería desahogarme, gritar tan fuerte que se me cortaran las cuerdas bocales, pero no pude. Estaba muy asustada, el miedo me había consumido completamente, mi organismo no reaccionaba. Quería gritar, pero el llanto tapaba mi garganta, me estaba ahogando en mis lágrimas. Estas quemaban mi faringe, pero aún así seguía llorando. Y ahí fue cuando la conocí. Pude haberla visto como a una madre, tranquilamente pudo haberlo sido, pero la vi como a una amiga. Quizás, si la hubiese visto como a una madre, su perdida no me hubiese atormentado tanto. Quien dice una vez, dice dos veces.
Hicimos un trato, si yo le hablaba de mi, de lo que en mi mente ocurría, ella me ayudaría a salir. Salir de aquel sitio tan frío, tan deprimente, que estando continuamente solo, sólo conseguías que constantemente las imágenes de tus trastornos te vuelvan a la cabeza, enfermándote cada vez más, y más.
Yo recordaba perfectamente aquel lapso, antes de despertar allí, pero necesitaba que alguien me lo repitiese, oírlo por otra voz que no sea aquella que todo el tiempo me hablaba en mi cabeza. Y Juana lo hizo. Inmortalicé dentro de mí sus palabras:
“Cuando la policía entró en el departamento, te encontraron allí, sola, sentada junto a tu madre, desde hacía ya 4 meses, ubicada en la misma posición, en el mismo sitio. Intentaron sacarte del lugar, pero no querías que te alejen de tu mamá, decías que no ibas a dejarla como tu papá lo había hecho. Que si vos te ibas, no iba a querer seguir viviendo, que eras lo único que ella tenía. No había forma de hacerte entender que ella te había dejado sola a vos, te había dejado sin nadie que te cuidase. Pensabas que seguía con vida, inventabas conversaciones entre ustedes, creías oírla, decías que tu madre te rogaba a gritos que no te fueses. Hubo que sacarte por la fuerza y encerrarte aquí.
No es sano que sigas alucinando con cosas irreales, tu madre ya no está, no podes seguir viéndola, ni oírla. Ella, como los demás, es sólo un producto de tu imaginación. Una nítida proyección de lo que tu corazón anhela, pero es completamente inexistente.”
Aunque no quise, lo entendí. Sin embargo, no iba a dejar que me despojaran de lo último que me quedaba en el mundo: mis alucinaciones, mis pensamientos, mi imaginación. Necesitaba de aquellas personas que tenía a mi lado, que sólo yo veía, y sólo a mi me hablaban. Mi madre, entre ellas.
Aunque Juana era la persona que diariamente venía, y en mi boca metía un comprimido para evitar que mi cerebro produzca esos delirios, yo diariamente la perdonaba. Pero cuando se retiraba, los escupía, y los dejaba uno al lado del otro, prolija y simétricamente ordenados debajo de los cerámicos que arrancaba con mis manos, o con mis dientes cuando me ataban de las muñecas. Los separaba del suelo, con fuerza, como a mi me habían separado de mi mamá.
Si dejaba que las pastillas atravesaran mi garganta él desaparecería. El único hombre del cual me había enamorado. Desde que nos conocimos había prometido cuidarme, estar siempre conmigo. “Vamos a estar juntos hasta que la muerte nos separe” dijo, a lo que yo le respondí: “Y después de muertos también”. Hicimos un pacto de sangre, pero cuando unimos nuestras manos heridas, por alguna razón, sólo mi sangre salpico el suelo, y no la suya. Yo iba a cumplir mí unión.
Lo necesitaba conmigo. Él me escuchaba todo el tiempo, nunca me había dejado sola, me quería, y me había convertido en mujer. No me iba a permitir terminar como mi madre, auto flagelada de los pies a la cabeza. Mi papá siquiera se había tomado la molestia de asesinarla, de forma rápida, para que no sufriese. Al contrario, una vez hecha la herida, la abandonó, con una criatura que ninguno de los dos pretendía conservar. Dejo que ella solita, poco a poco, se vaya desangrando.
Sentí la necesidad de contarle a Juana que estaba incondicionalmente enamorada de un hombre maravilloso, lo creía tan maravilloso que me parecía mentira que pudiese existir. Además creía estar esperando un hijo suyo. Pero noté en su rostro que no estaba feliz por mí. No aceptó la idea de que compartiese mi cuerpo con alguien más, mi cuerpo y mi mente. Salió corriendo de la habitación, como si algo la hubiese asustado, y luego de un rato, volvió en compañía de un médico. Este se acercó a mí, y comencé a sentirme mareada. Cuando desperté, no recordaba nada de la noche anterior. Juana dijo que me habían sedado, y mientras dormía, lo habían asesinado. Que no me preocupase por él, lo habían desprendido completamente de mi cerebro. Que dentro de mí ya no había rastros suyos. Pensando que era otra de mis alucinaciones, quisieron hacerme creer que habían acabado con él. Pero ese hombre no era sólo parte de mi imaginación, a esta altura era lo único que me daba vida. Hacía que por mis venas circulase la sangre, provocaba que esta llegase a mi corazón, lo motivaba a latir. Jamás pude describirlo físicamente, nunca tuve ojos para mirarlo, siempre opté por tomarlo entre mis manos. Cuando me tocaba, mis pies dejaban de sentir el suelo, me elevaba. Y aunque él había activado todos aquellos muertos sentidos, sólo me conformaba con rozar mi piel con su piel, como si fuésemos una sola persona, y de hecho, lo éramos.
Entonces, cuando me dijo que lo habían desprendido de mis neuronas por medio de sus protervos medicamentos, volví a pronunciar aquellas palabras: “Y después de muertos también”. Mi muerte no sería dolorosa, esta terminaría siendo mi salvación. Luego de ir acumulando el dolor sobre mi espalda, en ella iba a encontrar aquella ilusión que ingenuamente todos buscamos: la felicidad. Yo estaba muriendo junto a quien amaba, o mejor dicho, en busca de él. Para luego afrontar contiguos la eternidad.
Allí fue cuando tomé a Juana por el cuello, y la golpeé contra la pared, pero sólo la dejé inconsciente, o al menos eso creo. El golpe no fue tan fuerte como el de mi cabeza contra el cemento, yo sí quería morir. Así que por última vez tragué saliva. No acabé con mi vida por que no tenía motivos para vivir, si no porque mis motivos para morir eran aún más importantes.
Hoy, tiempo después, sigo buscándolo. Sé que voy a encontrar algún sitio donde descansen las alucinaciones muertas.

Seudónimo: Kutxi Romero
Nivel B -
Categoría: Tema Libre

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