domingo, 26 de octubre de 2008

Sentencia infernal

Un delicado hilo de luz logra filtrarse entre el follaje, penetrando en la habitación y venciendo a la oscuridad. Allí, dentro de las penumbras, un sueño roto, una esperanza perdida, una cachetada del destino.
El hilo de luz recorre poco a poco los fríos pisos de mármol hasta toparse con un vivo color rojo que mancha los finos tapices. Dentro de la habitación, silencio, un silencio que aturde como un grito desgarrador. Las ramas comienzan a golpear los vidrios empañados, el viento sacude las hojas, el agua empapa los muros. Esos muros, que esconden algo siniestro, algo inexplicable.
La naturaleza parece transmitir su tristeza. Grandes ráfagas y poderosos relámpagos asolan el campo. Es entonces cuando una momentánea luz despeja la oscuridad, nos muestra el secreto.
Un bulto yace junto al hogar. Un hogar apagado, como el alma de esa casa. Un insoportable olor a muerte inunda el aire. Su hedor no es comparable con nada que uno haya percibido en el pasado.
El polvo sobre los muebles, la telaraña sobre la niebla, la humedad en las paredes y ese insoportable olor, como el perfume de un demonio, creaban un ambiente repugnante, que alguien dentro de una espesa tiniebla, meciéndose como un niño alegre en su silla de madera, parecía disfrutar.
Allí estaba él, si podemos identificarlo como a un humano, a ese desdichado. A ninguno de los que lo conocían les extrañaría si les confirmaran que no corre sangre por sus venas. El solo mirarlo es repulsivo, soportar su esencia invadir el ambiente. Ni siquiera las arañas resurgían de las grietas de los ladrillos para calmar su curiosidad. Él, en cambio, no hacía más que observarme, encapuchado, con su mortaja puesta. Aquel desalmado se encontraba inmóvil. Pero, ¿por qué había venido?, ¿no era acaso demasiado pronto para su llegada?
Allí estábamos los dos, frente a frente, sin más excusas entre nosotros, sin más indirectas, sólo él y yo. Ambos aparentábamos estar listos para el cruce de palabras, serios, estáticos. La verdad es que sentía un profundo miedo que desordenaba mis ideas y me exponía indefenso ante lo desconocido. En realidad, ya no era desconocido para mí el motivo de su llegada.
Ninguno emitía palabra alguna, sólo silencio. Hubiera preferido numerosas torturas ante que esto, las piernas comenzaban a temblarme, el sudor empapaba mi frente. Sin embargo, esto no era lo peor, ese olor, tan repulsivo como el de un cadáver. Y yo he soportado aromas, que antes me parecían exquisitos, reconfortantes. Pero ahora no son nada más que basura, recuerdos del pasado que atormentan mi existencia.
De repente, él se levanta del sofá y se dirige hacia la ventana. La tormenta se había detenido, la naturaleza se mantenía en calma, expectante, temerosa, amenazada.
Allí estuvo él, durante unos cuantos minutos, con la mirada perdida en la luna y en las estrellas. Parecía una estatua, en realidad, una estatua podía demostrar más calidez. Entonces él volvió a su asiento y comenzó a mirarmeMi mente estaba nublada, aislada del tiempo, sin noción de nada ni de nadie. Me resultaba un esfuerzo enorme pararme, de hecho, no podía. Entonces él se aproxima hacia mí con pasos lentos, pero ruidosos. Al caminar, se podían ver sus pies descalzos. Estaban todos lastimados, poseían cicatrices de fuego severas y parecían agravarse en medida en que él se aproximaba.
En ese momento, alza su mano derecha y me apunta con su dedo índice, fijamente. Mi cuerpo estaba inmóvil, aislado de la realidad, parecía que me suspendía sobre una nube de humo que comenzó a girar lentamente a mi alrededor. Mi pulso se aceleró, la respiración parecía insuficiente a medida que aumentaba su ritmo. Entonces un delicado frío comenzó a trepar por mi espalda, zigzagueando, punzante. Las nubes de humo a mí alrededor se acercaron y se enfurecieron. Él no hacía más que mirarme, encerrado dentro de su mortaja, señalándome.
En ese instante perdí por completo mi control sobre mi cuerpo, me era imposible pestañear o aguantar la respiración, ese maldito olor inundaba toda la habitación, si es que todavía me encontraba dentro de ella. Yo sabía dentro de mí que cada respiración podía ser la última y me causaba un profundo temor pensar que abandonaría la vida con este miedo en mi corazón. Qué sufrido corazón.
Entonces él se detuvo, bajó su brazo y comenzó a mirarme nuevamente. Yo caí al suelo, agitado, como si hubiera soportado la carga de los pecados de toda mi vida. ¡Qué carga que llevaba encima! Comencé a gatear hacia la ventana, exhausto, en busca de aire.
Ese silencio, jamás he tenido que soportar uno peor que aquel. Se había vuelvo insufrible, ya ni siquiera escuchaba el sonido de mi voz, ni sentía el frío del piso mientras me arrastraba hacia la ventana, y tampoco veía más allá de unos pocos metros. Mi vista, al igual que mi mente, se encontraba nublada. Rememoré cada instante de mi vida, cada emoción, cada fracaso, cada éxito. Y aún haciéndolo una y otra vez todavía no puedo comprender lo que hice ni por qué lo hice. Lo único que sé es que estoy arrepentido y no he podido dormir tranquilo desde aquel día.
Pero a él no le importa, él es un mercenario de vidas humanas, un cazador de esperanzas. Cómo me encantaría haber visto su rostro aquella noche de agosto. Dentro de toda esa confusión de realidades y alucinaciones él se acercó hacia mí, lentamente y dejando caer una suave neblina desde su mortaja.
Alzó su brazo derecho y reposó la palma su mano sobre mi frente. Un profundo ardor comenzó a aquejar mi cuerpo, sentía que mis músculos se encontraban exhaustos. Allí estaba otra vez su mirada, devastando todos mis sentidos, sin siquiera exponer sus ojos ante la luz de la luna. En ese momento, él desenvaino una daga del cinturón de su mortaja y la sostuvo frente a mí, señalando mi corazón. Sólo faltó que girara un poco su arma y sentí que me ahogaba, mi pecho se quemaba y mis ojos ardían.
Entonces, se detuvo, simplemente, se detuvo. Por algún motivo, se alzó desde su posición y me miró fijamente mientras se desvanecía frente a mí su imagen. Los días fueron pasando, poco a poco, lentos, intrascendentes, indiferentes entre sí. Comencé a dudar acerca de lo vivido aquella noche. Mi mente no se convencía.
El desorden de emociones, pensamientos, puntos de vista, opciones y demás acabó por trastornarme. Si tan sólo todo esto se pudiera haber evitado.
Hacían transcurrido ya varios meses desde aquel encuentro. Sin embargo, es como si todavía, estuviera allí, arrodillado frente a él. Mi vida pendiendo de un hilo. Tantas veces me sentí impune, pero frente a él sólo era una débil balsa a merced de la furia del mar. Si algo suyo había quedado en la habitación fue su esencia, su olor a muerte. Esa fragancia infernal. Maldito desalmado. No tardó mucho en llegar el día en que no soporté más. El sólo hecho de imaginar el castigo que recibiría si no hacía lo correcto atormentaba mis sueños y amargaba mis días.
Tomé el bulto que se encontraba junto al hogar de mi recámara y lo llevé a la comisaría local. Fui humillado, fui alejado de manera total de la sociedad, destinado a pasar el resto de mis días en una celda. Pero eso ya no me importaba, porque había logrado conseguir la armonía que tanto anhelaba tener conmigo mismo. Lo recuerdo muy bien, aquel 23 de marzo, logré recuperar mucho más que mi tranquilidad, me sentí una persona nuevamente, arrepentido de las calamidades de mi pasado. Dios quiera que con lo hecho me haya podido ganar un lugar allá arriba. Porque apenas una noche junto a él resultó insoportable.

Seudónimo: Joe Black
Nivel: 'B'
Categoría: Tema Libre

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