domingo, 26 de octubre de 2008

"Teobaldo y las rocas mágicas"

Érase una vez, en un pueblito olvidado al sur de un país muy lejano, un caballero bravo, fuerte y decidido. Cabalgaba, y en sus ojos se reflejaba su bravura. Teobaldo era su nombre, y aunque su apariencia lo desmentía, era sensible, solidario y dispuesto. Era el hijo único de una descendencia muy afamada de la realeza, que durante años, había sido admirada, por las características de los miembros de su linaje, y él no era la excepción. A lo largo de su vida, los súbditos del palacio en que vivía, habían hecho todo por Teobaldo, a tal punto, que no tenía mucha experiencia con las tareas del hogar. Aprendió de los mejores maestros, traídos de los confines más remotos, solo para su educación: lenguajes variados, historia de su pueblo y su familia, filosofía, esgrima, equitación…
Estaba dotado de una gran astucia e inteligencia, y de allí, la admiración que sentían por él todos los que lo conocían.
Era muy común verlo cabalgar solo por los valles, con la mirada melancólica en el horizonte. Su mayor deseo, era conocer otros pueblos, demostrar sus dones a otros reyes, ser nombrado conde de un país lejano. Los veinte años que había vivido, se centraban en su palacio, su pueblo y el valle.
Una noche, desafiando a todos los que creían que salir del pueblo los condenaría a no volver nunca jamás, tomó a su corcel blanco, Odorisio, llenó las alforjas de provisiones y agua fresca, recogió su espada, y en el momento que el reloj de la catedral marcó las doce en punto, salió a todo galope hacía la entrada de la ciudad.
Cuando estuvo afuera, no fluctuó sobre su decisión. Cabalgó toda la noche, y el amanecer lo sorprendió con una extensa niebla que lo rodeaba por completo. Exhausto, y con la garganta seca, se sentó en un recodo del camino y comenzó a beber agua. Estaba en un lugar desierto. Ni una casa, ni una hacienda, ni un árbol con su sombra había en ese lugar. Sólo el camino, Odorisio y él. De repente, una sombra oscura se asomó por entre la niebla y con un rápido reflejo, tomo su espada y la empuñó. Una anciana, arrugada, enjuta y con nariz aguilucha y destartalada, se asomó. El asombro en él fue impresionante. ¿Cómo una abuela en esas condiciones, iba a andar por ese camino? ¿Desde dónde? ¿Hacia dónde?
- Apuesto joven – exclamó, con una voz ronca y aterradora – puedo saber si en esas talegas, hay algún pedazo de pan duro o agua fresca para mí. Soy pobre, y desde mi hogar hasta aquí, hay varios kilómetros de distancia. ¿Cuál es tu nombre?
- Te… Teo…Teoba… Teobaldo – respondió él.
- Ah!!! - susurró.
- Disculpe, pero de donde vengo, no asistimos a extraños….- mintió Teobaldo.
- Veo caballero.
Esa última expresión, hizo que a Teobaldo, le recorriera un frío viento por la espalda. Subió a su caballo y salió, asustado, sin mirar atrás.
- Lo sabía T-E-O-B-A-L-D-O – recalcó- sabía que, como tu padre, no te compadecerías de mí… - seguido a esto, pronunció un sortilegio de palabras incomprensibles para el oído humano.
Teobaldo, no paró de cabalgar, durante el día, y durante la noche invadido por el miedo. Cabalgó y cabalgó, hasta que fatigoso y sediento, divisó, a lo lejos, una casita de paja. Paró allí, golpeó la puerta y una familia de cazadores lo recibió.
- Saludos, honorables campesinos. Me regocijo al saber que hay alguien habitando estas inhóspitas y desoladas tierras. Felices de ustedes al sentir la tranquilidad del valle. Mi nombre es Teobaldo, vengo de un pueblo ajeno a sus conocimientos. Seguramente no me conocen.
- Saludos – exclamó un hombre, barbudo, a quién lo acompañaban un joven, una muchacha y una señora de su edad – ¡Al fin alguien nos visita! – hace 15 años que nadie golpea nuestra puerta. Bienvenido seas.
- Disculpen. Busco su asilo, pues me encuentro cansado y hambriento. Cabalgo desde hace horas, escapando de una malvada mujer que me lanzó un hechizo. ¿Me recibirían en su amable hogar…?
- Por supuesto… - respondió la mujer. Siéntese, aliméntese, y mañana estará fresco como una lechuga.
- Agradezco mucho. Mañana partiré nuevamente.
Después de un gustoso banquete de pavo y diversas ensaladas hechas para él, con motivo de festejo; le armaron un lecho donde descansó plácidamente la noche entera.
La mañana que siguió, se despidió y salió. Pero esta vez no lo hizo solo, sino que el campesino, Fermín, y su hijo Oliverio, ávidos de aventuras, lo acompañaron con gusto. Caminando o a caballo, recorrieron leguas y leguas durante horas. La maldición, que aquella mujer había proclamado, se hizo notar. Ni siquiera en un solo momento, Teobaldo estuvo a salvo, feliz y contento, pues eso era con lo que la supuesta bruja le había injuriado. En uno de los descansos, que hacían de vez en cuando, se desató una tormenta de rayos. Entre la tierra, mientras intentaban resguardarse, Teobaldo encontró tres rocas luminosas y brillantes. Cautivado por su belleza, las guardo en las alforjas. Los días pasaron y ellos siguieron visitando pueblos y lugares, que veían desde afuera. Cuando les faltaba alimento, las piedras brillaban dentro de las alforjas y mágicamente aparecían a su alrededor múltiples alimentos e importantes bebidas, y por eso, no necesitaban comprar nada. Cuando la lluvia o la oscuridad acechaban, Teobaldo frotaba las piedras y una gran fogata los protegía. Eran rocas mágicas.
Una noche, mientras los tres descansaban, Teobaldo despertó sobresaltado, y notó que sus dos amigos habían desaparecido. Desesperado, los buscó, y descubrió una huella luminosa y que las rocas habían desaparecido. Siguió la huella durante siete largos días y al octavo, debilitado, sin el poder de las piedras mágicas, llegó a un castillo lúgubre, en el medio de ese desierto. Luego de bajar de Odorisio sigilosamente, entro a la fúnebre mansión, donde lo esperaban sus dos amigos, que habían sido atrapados por la funesta bruja que lo había maldecido.
- Bienvenido… - exclamó ella- voy a ser breve, soy tu tía Brígida, Teobaldo. Tu padre, cuando tenía que elegir esposa para obtener el trono, optó por mi “dichosa y bienaventurada” hermana Matilde, tu madre, y me desechó a mí…- sollozaba- ahora mi venganza es contra ti, el fruto de su amor. Pero te daré una opción. Si logras encontrar las tres rocas que tanto te ayudaron, en mi inmenso parque, yo te dejaré libre para siempre. Pero si fallas, cosa muy probable, serás mi esclavo y sufrirás como yo sufrí desde aquel día.
- Acepto – respondió Teobaldo, y comenzó su travesía.
Recorrió todo el bosque, el pantano, el lago. Solo tenía tiempo hasta medianoche. Luego de tanto sufrimiento, temor y expectativa, en tres lugares distintos, vio brillar a las piedras. La primera, en el gineceo de las flores blancas del rosal; la segunda, en el interior de las tunas que allí crecían; la tercera, en el fondo del lago oscuro que rodeaba la construcción. Su astucia, inteligencia, y su espíritu de decisión y aventura lo ayudaron.
La bruja, su tía, sorprendida, liberó a los tres aventureros. Juntos emprendieron el viaje hacia la cabaña que pertenecía a Fermín y su hijo Oliverio. Allí y como agradecimiento, Fermín le dio a Teobaldo la mano de su hija, que, por suerte, había quedado enamorada de él, y él de ella, desde el primer momento en que se vieron. Teobaldo y Lucrecia (porque así se llamaba la muchacha), viajaron sobre Odorisio hasta el castillo y vivieron felices para siempre.

Seudónimo: Laureanna Watson
Nivel A (7º año)
Categoría: De la imagen a la palabra

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